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lunes, 1 de agosto de 2011

SIN QUEJA

De nueve a dos de la tarde, no me quejo, me paso la vida enclaustrada en este recinto sagrado que es la conserjería de la Universidad, consumo las horas leyendo el Pronto, Hola y publicaciones sinfín que hacen transcurrir el tiempo sin que la plomiza angustia del nohacer embargue mi alma. Pero no me quejo, me licencié en Humanidades por la Autónoma y en lugar de optar a una plaza de profesora decidí presentarme a conserje, aunque pareciese una disminución en mi estatus, en realidad, la jugada me salió bien y obtuve plaza a la primera, mis compañeros de promoción aún andan buscando plaza.
A mis treinta y cuatro años soy propietaria de un inmueble, tengo un sueldo que me permite vivir holgadamente y lo que es más importante, vivir el ambiente universitario me reconforta con la vida. A diario veo a chicos imberbes que miden metro noventa de alto y calzan buenos zapatos, no sé si me entendéis, pero creedme, no me cambio por nadie. El fin de semana pasado tuve, lo que yo llamaría una experiencia religiosa; Joaquín, un estudiante de tercero de químicas vino a preguntarme por la situación de un despacho, no me extraña porque el edificio es un laberinto micénico, me quedé embobada y no pude evitar dar un suspiro, ante el cual, aquel ángel azul dibujó una pícara sonrisa. En estas situaciones, adopto una postura un tanto infantil y podría decirse que incluso me hago la tonta, pero es la única forma de que los chicos adquieran la confianza suficiente como para tirarme los tejos, porque hasta ahora yo nunca he tenido que hacerlo, aún se me caen los lápices y mi larga melena hace el resto. Joaquín, entre sonrisas y guiños, mostró gran desparpajo y me invitó a salir, el muy borde me dijo que le diera mi número para darme un toque, que él no había logrado memorizar el suyo; una maniobra bastante simple, pero no le pido conejos a un gato.
La cita fue intranscendente, me llevó a ver una película El nacimiento de una nación, un bodrio mudo en blanco y negro; suerte que el chico no se andó con fruslerías y a la salida del McDonald´s aprovechó para meter mano donde debía. Nos plantamos en mi piso y sin protocolarios absurdos sobre plano, nos metimos en el cuarto. Allí demostró las dotes y virtudes que mi buen ojo le habían supuesto, un falo enorme, un cuerpo esbelto y depilado. Me tumbó en la cama y su lengua alcanzo a tocar zonas sensibles que aún estaban por descubrir, lugares ignotos que me excitaron y convirtieron mi boca en vergel irrigado. Sus enormes brazos sostenían mi cuerpo alado, con el frenesí lanzábamos jadeos y espasmos; vuelta y vuelta, adelante, atrás y a un lado y al fin caímos rendidos, arrobados.
No me quejo, no.  

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