¡Oh, Musas, inspiradme un peán que llegue a oídos del Cronicida! ¡Inspiradme para que todos sepan que el hijo de Hiperión hará pagar las afrentas, que el jactancioso Odiseo le ha infringido! Odiseo, el perro impío, me robó las níveas reses que tantísima felicidad otorgaban a mi hija, Pasífae, con su hermosa presencia; y no contento con ello, osó despedazarlas y yantarlas. Ahora se jacta de sus acciones, embelesando a los feacios con sus falsas palabras; mas no quedará sin castigo su delito y yo, Helios, le daré su merecido.
Bien sé que sin el concurso de los olímpicos nada puede hacerse, así que viajaré hasta Tebas y hablaré con Poseidón, para conseguir su beneplácito en mi acción. ¡Ánimo, Flegonte, Aeton, Pirois y Éoo! ¡Llevadme cuanto antes al palacio de Poseidón! _ Bienhallado seas, Helios, ¿qué te trae a mis dominios? Pero antes de contestar pasa y bebe conmigo, come hasta saciarte y después que estés ya como huésped cumplido, me contarás el motivo. Además, puesto que Zeus yace en Dodona con una bella dona, mis hermanos y amigos, Ares Lisimaco y la moderada Afrodita, también como tú, han venido; así que disfrutemos de un banquete y luego conoceremos tu suerte.
_Oh, noble y justo Poseidón… Y demás pares; vengo a pedirte que te pongas de mi parte en mi conflicto con Odiseo, el jactancioso, pues, como bien sabes, en afrentas a los dioses no tiene iguales. Perpetró contra nosotros muchos males: destruyó con ardides inmorales la muy querida Ilión; embaucó a la casta Calipso y a la dadivosa Circe con promesas de amor, que nunca fueron cumplidas; me robó mis nobles reses e hirió, con saña, a tu amado hijo Polifemo; es por esto que clamo al cielo, mas no encuentro en ello respuesta a su atrevimiento; ya que la artera Atenea impide que mis ruegos lleguen a oídos concretos. El Cronicida, puesto de parte del jactancioso Odiseo por las insidias de su mal nacida, decretó que este tuviera su regreso a Ítaca.
_Escucho y te doy la razón, yo, Ares Lisimaco, estuve presente en la caída de Ilión, la ciudad de hermosas murallas, y fui testigo de cómo Odiseo planeó su destrucción. Los nobles troyanos vieron en un caballo de madera un don de los dioses y prestos lo entraron con gran pompa en la ciudad de bellos corceles, pero su interior guardaba una ingrata y feroz sorpresa; pues de él salieron los teucrofontes, que aleccionados por Odiseo, hicieron de la ciudad presa.
_Muy propia es esa forma de actuar en el innoble mortal Odiseo, pues bien sé que lo que dices es cierto. Mis adorados troyanos, aquellos que me nombraron la más hermosa de las diosas, fueron arrasados; y no en justa lid, sino con inmoral engaño.
_Bien sabes tú, que todo lo ves, que contra mi hermano no puedo emitir juicio; sin embargo, compruebo que no soy el único enojado y bien me parece que Odiseo sufra su propio escarnio… Dime cómo te puedo ayudar.
_La ingrata Ino socorrió a Odiseo en la tempestad y hasta la isla de los feacios lo hizo llegar, yo solo pido que se me deje allí actuar y decir la pura verdad; pues quisiera al impío Odiseo desenmascarar. Solo necesito una cosa más, que impidas al resto de olímpicos que vuelvan con malicia a ayudar al innoble mortal.
_Sea pues; agitaré la mar e inmensa tempestad impedirá a dioses y hombres ver lo que en la isla de los feacios pasará.
Mirad como ríe el perro impío, cuan falaces son sus palabras y sus gestos. Ya está la infanta Nausícaa prendada de sus huesos. El muy insolente se jacta de sus actos y se pregona como paladín justiciero, cuando de no ser el protegido de los cielos, mucho antes habría descendido hasta su merecido puesto. Alcínoo, rey de los feacios, lo ha acogido en su seno; pues desconoce la clase de serpiente que es este Odiseo. Sentado a la diestra lo tiene el buen rey, sin saber que este planea ya su regreso, recuperado y con nuevas fuerzas, a Esqueria para asolarla y hacer de su hija amada, una esclava; y de sus nobles hombres, esclavos sin nombre.
La tempestad dio comienzo, hora es ya de que empiece mi juego. Me infiltraré como aedo en este mortal banquete y desenmascararé al pérfido Odiseo con mi voz; echada está la suerte.
_Ahora que llenos están los vientres prometeicos y mi particular Ganimedes nos sirve con esmero, hora es ya de que escuchemos a un aedo.
_Bien habláis rey Alcínoo, pues siempre en mi reino es costumbre escuchar un canto bello tras un yantar excelso. Sea pues, pero antes decidme, ¿cómo se llama el aedo?
_En mi casa tiene costumbre de solazarnos el afamado Demodoco, y en su defecto, el provecto Femio; mas los dioses han querido que venga a mi reino un nuevo cantor, que según él mismo cuenta es un reputado aedo. Amenizó las cortes de Pilos y Esparta y sus
reyes, Néstor y Menelao, quedaron bien satisfechos; y como yo no soy menos, quiero conocer y ofrecer a mis invitados lo mejor y más bello. Heliodoro es su nombre y viene de muy lejos, pues cuenta que se encontró a Tiresias, el ciego, allá de donde salió el sin par Orfeo; tal es pues su ingenio y talento.
_ ¡Heliodoro, qué nombre tan bello! Hacedle pasar y que empiece a cantar.
_Oh, noble Alcínoo… Y demás compañía, en esta aciaga noche de tempestad, os voy a deleitar con historias que me contaron en el más allá; pero ya que carezco de medios, pues mi lira cedí a Marsias en su empeño por desbancar al inmortal Febo, si no os importa en lugar de cantar os amenizaré con mis vivencias, que además de cantor, soy, si cabe aún… Un logógrafo mejor.
_Poco ha de importar que cantes, recites o narres; ya que las Musas inmortales acogen por igual a todas las artes; mas procura hablar de algo sin par, que esté a la altura de este lar.
Las Moiras te encontraron, pérfido Odiseo, ahora todos conocerán la verdad y tú muy mal quedarás, dejarás de sonreír y de mentir, ya de nada te valdrá tu porte, ¿quién se acercaría a un bastardo cobarde como tú? ¿Quién tendría por amigo a un raposo ladrón? ¿Quién respetaría a un impío indolente? Toda deuda tiene su haber y ahora habrás de pagar con creces tus desfachateces.
_Caminaba por Tracia ofreciendo mis servicios a los nobles del lugar, aunque las palabras engañan y a veces no denotan con claridad la valía de los hombres; y llamar nobles a innobles es tan fácil como decirse valiente siendo cobarde. Pero esto no viene al caso. Ocurrió que una noche cantando en un banquete, un tal Filoctetes me contó en confidencia la razón que hasta Tracia lo llevó. Me dijo que estuvo con los más grandes hombres que habían pisado la tierra, que marchó junto al átrida Agamenón hacia Troya para vengar la afrenta del joven Alejandro, que violando las antiguas costumbres aprovechó su visita a la corte de Menelao, para arrebatarle a su esposa Helena; pero en realidad esta se encontraba en Etiopía. Me dijo que un tal Ulises urdió esa estratagema con el fin de llevar a cabo una razzia contra los troyanos, pues sabía que estos poseían bellas muchachas y hermosos corceles. Convenció a Zeus para que creara un fantasma con el aspecto de Helena e hizo creer a todos que ella había huido a Troya con el joven Paris. Los nobles argivos no dudaron en ayudar a Menelao para recuperar su honor y
todos marcharon con él y bajo el mando de su hermano, Agamenón. La lucha fue encarnizada y muchos buenos hombres perdieron su vida ante la ciudad amurallada. El tiempo transcurría y Ulises estaba inquieto, pues en su plan no previó la posibilidad de que el veloz Aquiles no quisiera combatir. Pero pronto maquinó el pérfido Ulises una treta que incitara a Aquiles a los teucros percutir; una noche se metió en la tienda de Patroclo y lo convenció con aladas palabras para que lo acompañase a dar un paseo. Aquella noche Filoctetes estaba de guardia y vio cómo Ulises engatusó a Patroclo y consiguió que se vistiera con las armas de Aquiles y acto seguido lo arengó para que se lanzara contra los troyanos, que huyeron despavoridos ante el fornido Patroclo; fue entonces cuando lo espetó por la espalda con una broncínea lanza y Patroclo cayó muerto al suelo.
_Detén tus palabras aciago aedo, esa historia que narras salió de una lengua bífida. Imposible es creer que entre los argivos ocurrieran tales hechos, desconozco quién es ese Ulises del que hablas, pero no quiero oír más palabras.
_Tranquiliza tu ánimo, noble Odiseo, no maltrates a nuestro huésped aedo; pero si sus palabras no te agradan dejaremos de escucharlas. Cambia pues de tercio y cuéntanos algo bello.
_Si está en vuestro ánimo, mi buen rey Alcínoo, os contaré una historia de amor; pero antes quiero concluir diciendo que el temeroso Filoctetes marchó a Tracia, temiendo que Ulises fuese en su busca; ya que fue testigo de sus fechorías. Sus palabras eran de un temeroso y no de un mentiroso, pero eso no viene al caso.
_Bien dices; y puesto que no vienen al caso, empieza ya otro relato.
_Como queráis, noble Odiseo. Ulises tras acabar con Patroclo…
_Si sigues con eso tendré que abandonar este techo. No permito que en mi presencia se digan falacias de mis compañeros.
_Disculpad, buen Odiseo, no quería airaros. Me saltaré la mayor parte de los hechos, de cómo bajé y conversé con muchos héroes, que me contaron la forma en que fueron traicionados por Ulises; de cómo fueron abandonados por él ante los cicones; de cómo obligó a sus compañeros a probar plantas antes de que él lo hiciera, provocándoles mil
males; de cómo quiso robar al cándido Polifemo sus rebaños… Nada contaré de estos hechos y regalaré a vuestros oídos una historia de amor.
_No te apresures tanto en iniciar otro relato, que ahora bien quiero saber quién es este Ulises, no sea que por ventura acabe llegando a esta corte, pues si se diera tal caso, prometo castigarlo por ladrón y hetairofonte; sigue pues con tu relato.
Todo está hilado y ya Alcínoo está de mi lado, solo queda iniciar la historia de cómo consiguió Odiseo enloquecer a las ninfas Circe y Calipso. Perro impío, tu rostro ya no es jactancioso; sino que se torna sombrío. En el Erebo te esperan tus castigos, ya no lo podrán evitar ni Zeus ni Atenea; pues no pueden verte y aquí finalizará tu vital banquete.
_Puesto que así lo deseáis, proseguiré contando las múltiples fechorías del jactancioso Ulises; mas para complacer a Odiseo, relataré como llegó este a la remota isla de Ogigia, que está tan al sur de Esqueria, que bien podría decirse que está al norte de ella; con el fin de obtener de las divinas ninfas el don de la ambrosia. Ulises, el jactancioso, había perdido su navío y sus tesoros, aquellos que fuera robando en sus viajes; pero era tal su desfachatez que quiso igualarse a los inmortales y aconsejado por la artera Atenea se presentó en Ogigia, isla de múltiples dones, donde arribó tras ser transportado allí en un carro tirado por las bestias Escila y Caribdis, que rendían así pleitesía al Cronicida.
La flora y la fauna de Ogigia no tienen igual, las higueras doblan sus ramas al paso del hambriento y las gallinas ofrecen sus partos al forastero; siempre está iluminada y fresca la tierra de la casta Calipso y la dadivosa Circe, hermanas gemelas que pasan sus días cantando frente al telar. Se presentó Ulises, el jactancioso, ante estás, que no conociendo varón, quedaron de inmediato prendadas del porte desnudo de Ulises. No sabiendo cómo actuar, pues el pudor les impide manchar sus ocelos con semejante imagen, decidieron que para evitar su turbación era menester dar túnica y manto al extraño. Con excelsas palabras y mejores modales, logró el jactancioso cautivar a las pobres inmortales, que lo cuidaban y agasajaban con caricias bien gratas.
Eos y Selene intercambiaban su lugar y Ulises empezaba a desesperar, pues cansado andaba de tanto bregar y quería su botín, su ansiada inmortalidad, ya. Mas las nobles hermanas no se la podían dar, porque las ninfas no pueden ese don regalar sin a los olímpicos molestar, es más, ni siquiera estaba bien visto que pasasen tanto tiempo con
un simple mortal. Ulises sabía que Calipso y Circe se estaban ganando un castigo por amarlo con tanta desmesura, pero poco a él eso le importaba; tan solo de ellas esperaba la copa dorada y cuando esta fuese conseguida se marcharía. Cada noche a la playa acudían a deleitarse con el dulce cantar de las sirenas y, tras el sin par concierto, se marchaban y celebraban grandes banquetes, donde a Ulises no le faltaba de nada, sus deseos se complacían como si de un bebé se tratara. Él, único varón conocido por las inmortales, pedía cada noche tomar ambrosía y cada noche le era denegada, tras esto siempre les daba lo que las ninfas más deseaban. Perdida la castidad y la liberalidad, las ninfas se volvieron adictas a la presencia del infame Ulises, que no dudó en negársela si estas no le complacían en su petición. Era tal la desazón de las divinas ninfas, que a punto estuvieron de cumplir con el mandato de Ulises; pero el justo Poseidón lo evitó. Envío al procaz Hermes a Ogigia y este habló con las divinas ninfas, les obligó a expulsar al infame Ulises de sus dominios; estas, por más que rogaron, no pudieron eludir el justo mandato y juntas pertrecharon un magnífico navío y además le proporcionaron a Ulises una bolsa que contenía buen y favorable viento. Ulises, que no se digno a girar su cabeza para atender los lamentos de las divinas ninfas, embarcó en este y puso rumbo hacia Esqueria, pensando que si no podía ser inmortal, al menos haría antes de regresar a Ítaca un capital.
_ ¡Dices que ese vil Ulises viene hacia acá! ¡Por mis ancestros que lo haré matar si se acerca a Nausícaa!
_Descuidad, mi buen rey Alcínoo, que si el pérfido Ulises llegase aquí, yo, Odiseo, me encargaría de él.
_Cuán grande es mi suerte por tenerte aquí en mi corte, si en lugar de Ulises el mundo fuera poblado de Odiseos, cuan diferente sería todo esto.
Este Odiseo es taimado y falaz, con fingida osadía se ofrece como su propio homicida; pues presto voy a relatar una verdad que lo desenmascarará.
_A bien que el tal Ulises anda navegando hacia aquí, supongo que sus historias tocan a su fin; así pues, comienza un nuevo relato que nos sea más grato.
_Así se hará, noble Odiseo y para acabar, qué mejor que narrar una boda sin par.
_Mi hija no ha abandonado aún su paterno hogar, y no es que le falten pretendientes, sino que para las disputas evitar, la prefiero con un foráneo casar; y no estaría de más que el extranjero fuese de…
_De Ítaca, mi buen rey Alcínoo. Dejadme a mí acabar vuestro deseo nupcial, pues a buen seguro que el itacense Odiseo, curiosamente como Ulises, el cicatero, de Ítaca es natal y no estaría de más que una boda entre él y Nausícaa tuviera lugar.
_Bien expresas mi deseo, Heliodoro, qué mejor yerno que Odiseo. Pero no turbemos a mi invitado y cuéntanos algo que no sea tan de su agrado.
Esta es la mía, hasta aquí llegó su felonía. Contaré los actos lujuriosos que se cometieron en su casa y, de ser hombre, este actuará como los olímpicos mandan. Le haré saber lo que le ocurrió a su infausta casta y en su ánimo estará el reparar lo que considerará infamia, momento en el que me presentaré como hijo de Tea.
_En Ítaca tuvo lugar un acontecimiento tal, que recorro el mundo entero contando aquella ocasión con verdad y esmero, pues fueron muchos los testigos que vieron lo que ahora os cuento; escuchadlo bien, noble Odiseo, pues afecta a vuestro reino. Allí en Ítaca tenía su hogar la impúdica Penélope, consorte del infame Ulises, que era conocida por todos los hombres e incluso frecuentada por varias mujeres, en especial, una tal Euriclea, que dicen que en el lecho es vital, a pesar de su avanzada edad. Dado que el jactancioso llevaba tiempo sin aportar nada al hogar y Penélope tenía que a su prole alimentar, cada día acogía en su hogar a todo aquel que allí quisiera estar. Durante la mañana confeccionaba una lista de invitados que por la noche eran muy bien agasajados; y a cada cual le daba lo que le pedía sin más. Tal era su yacer y yantar, que Pandemia se hacía llamar. Desde Tracia, Etiopía, Frigia, Trinacria… llegaban a su hogar pretendientes sin ánimo de casar; pues mucho me temo que la historia que os voy a relatar, nada tiene de nupcial. Atendía y se ofrecía nada frugal a todos los que llegaban a su hogar, pues se consideraba a sí misma un manjar que todos debían probar. Hombres y dones entraban en su casa por igual y, tras confeccionar la lista, se los emplazaba al hogar. Una noche la moderada Afrodita acudió travestida y vio lo que en la casa de Ulises acontecía. Todos juntos yacían y para castigar el edípico encuentro… a todos convirtió en cerdos; tal fue su castigo por tales excesos. De Penélope a Telémaco, todos pagaron con creces y de nada sirvieron sus preces; pues justo castigo les cayó por sus viles tejemanejes.
_ ¡Mientes, bellaco, todo lo que dices es falso! Penélope nunca haría tal caso, pues la tengo a buen recaudo. ¡Confesad que lo que decís es falso, que mi esposa jamás hizo tal acto!
_ ¡Confesar, yo! ¡Tú eres quien ha confesado! Eres el infame Ulises, aquel a quien todos persiguen por asesino, traidor, ladrón y enemigo. ¡Apresadlo, rey Alcínoo! ¡Dadle su castigo, como antes habíais prometido!
_Así sea. ¡Guardias, tomadlo preso y rebanadle el pescuezo!
_Pues si a hierro he de morir, aedo, tú en el Hades me verás venir.
_ ¡Infame mortal, con un dios fuiste a topar! Yo, Helios, en mi esplendor te dejo ciego y a tus tropelías pongo freno.
_ ¡Nooooo…!
_ ¡Por los dioses, callad al perro impío! Poderoso hijo de Hiperión, perdónanos, nosotros los feacios somos devotos del noble Poseidón y jamás afrentamos a los dioses. Si alguno de nosotros te ofendió, toma mi vida en represalia; pero te ruego que no castigues a todo un linaje.
_Alcínoo, tienes espíritu noble y de nada tu linaje es culpable; muy al contrario, ofreciste hospedaje a un extraño y le recibiste sin maquinar hacerle daño; eso para mí es de lo más grato. Este infame ha de pagar sus muchos engaños, pero, puesto que no soy vengativo y puesto que no hay mayor castigo que vivir en perpetua oscuridad, considero justo que este se pase lo que le quede por andar, sin saber qué camino tomar. Pero así tan solo salda su oprobio conmigo, que muchos otros sus afrentas han sufrido, por lo que también dictamino que sirva de lección al resto de individuos. A partir de hoy caminará de ciudad en ciudad y cantará, recitará o narrará su historia; para que no tenga igual y sepan todos los mortales, ¿cómo han de actuar? Pues de lo contrario, Helios los verá y los castigará.
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